Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1891-1892 (Cortes de 1891 a 1892)
Sesión: 18 de julio de 1892
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 250, 7885-7887
Tema: Legalidad y conveniencia del régimen arancelario concertado con Francia

El Sr. SAGASTA: Voy a dirigir una excitación como la que acaba de hacer el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, y he de ser muy breve a pesar de que la segunda parte de su discurso exigía de mí cierta contestación, que no daré en este momento, aunque me he de hacer cargo de algunas de las indicaciones que en esa segunda parte ha hecho S. S.

Ya no me extraña que S.S. y el Sr. Ministro de Estado hayan estado tan desacertados en la cuestión de los tratados de comercio, porque lo primero que se necesita para tratar con los Gobiernos es saber lo que se puede conceder y lo que no hay más remedio que conceder siempre que se trata, y eso lo ignora S. S. y lo ignora el Sr. Ministro de Estado, que, sin hacerle ofensa alguna, me parece que ignora más cosas que S. S. Entonces hubiera sabido S. S. que el Gobierno francés estaba en su derecho imponiendo a los alcoholes que iban mezclados a nuestros vinos el arbitrio o la contribución que impusiera a los suyos en el interior, y eso es lo que pasa siempre; eso es lo que figura en todos los tratados; porque si no, los tratados impedirían al Gobierno que negociara con otro Gobierno, tocar a los arbitrios dentro de su país.

Eso hemos hecho nosotros con Alemania, puesto que hemos impuesto arbitrios dentro de nuestro país sobre los alcoholes. Lo que no puede hacer ningún Gobierno, es imponer arbitrios interiores sobre los artículos objeto de los tratados, sin imponerlos igualmente a los productos nacionales.

A mí me da pena leer a S. S. el artículo del tratado de comercio con Francia. ¿Por qué habría de tener necesidad de leérselo a S. S., cuando debía de saberlo de memoria? (Rumores.- El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Léalo) Puesto que S. S. está en este caso, como el personaje aquel que le gustaba que le dieran con la badila en los nudillos de los dedos, voy a leer el artículo. (Rumores.)

Puedo tomarme un poco de libertad en esto, porque vosotros, Sres. Diputados de la mayoría, os habéis tomado la licencia de aplaudir lo que ignorabais. Habéis aplaudido al Sr. Presidente del Consejo de Ministros cuando el Sr. Presidente del Consejo de Ministros decía lo que no debía, lo que no podía decir, y al afirmar que el Gobierno español consiguió el triunfo de que se prescindiera del arbitrio sobre los alcoholes que iban en el vino como vehículo, vosotros aplaudisteis porque dijo el Sr. Presidente del Consejo de Ministros que eso no había sido por gestiones del Gobierno español, sino porque el tratado lo imponía, con lo cual demostrabais que estabais en este asunto a la altura del jefe del Gobierno.

Dice así el art. 18 (Leyó.) (El Sr. Ministro de la Gobernación: Eso se dice en un artículo que hay en todos los tratados.) Pues entonces, ¿cómo quiere S. S. que lo llamemos a los que dicen lo contrario?

Por lo demás, yo no tengo la pretensión de combatir al Gobierno por no haber conseguido un tratado igual al de 1882, pero tengo el derecho de combatirle por no haber conseguido con Francia lo que han logrado todas las demás Naciones. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Nadie más que nosotros.) Pues entonces, ¿cómo, cuando Francia estableció convenios comerciales con casi todas las Potencias de Europa y de América, no lo pudo conseguir España? Y España que podía prorrogar sus tratados con todas las Potencias de Europa y América, ¿cómo no ha podido prorrogarle con Francia, cuando todas las demás Naciones del globo lo habían conseguido?

Además, S. S. se ha equivocado también cuando ha dicho que el Gobierno francés no admitió desde luego la tarifa mínima. (Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No la admitió.) Esta S. S. equivocado. (Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¡Qué he de estarlo!)¡Se empeña S. S. en que le rectifique en todo! (Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No la admitió nunca.) Hay en el Libro encarnado una comunicación de nuestro embajador, que no ha sido más afortunado que nuestro Ministro de Estado (Risas), en la que dice que el Gobierno francés se disponía a tratar bajo la base de la tarifa mínima; pero en el momento que supo que habíamos dado la tarifa convencional a Inglaterra, no quiso tratar, e hizo bien. (Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Esa se la dio S. S.; la tarifa convencional a Inglaterra.) Pero si después se la habéis dado entera a Francia, ¿por qué no se la disteis desde luego? [7885]

Y ahora le diré a S. S. que la tarifa convencional no se la podía dar S. S. desde el momento que renunciaron a tratar, ni a Inglaterra ni a nadie, porque Inglaterra tenía el derecho al trato de Nación más favorecida con arreglo al tratado existente en el país, y desde 1.º de Febrero desapareció el tratado de 1882, y la Nación más favorecida no podía tener más que la tarifa mínima de los nuevos aranceles. Y la prueba es que S. S. publicó en la Gaceta la concesión hecha a Inglaterra faltando a la ley, y por esto vinieron las dificultades con Francia, porque ésta no quiso tratar sobre la base de la tarifa mínima, porque dijo: "si has dado la tarifa convencional a Inglaterra mediante un tratado que ha desaparecido, ¿por qué no me la concedes a mí?"

No habéis cometido más que errores al tratar. Se ha hecho el argumento de que el Gobierno español no conocía las tarifas francesas y de que no tenía más remedio que guardar las suyas hasta conocer aquéllas. De manera que si el Gobierno francés hubiera hecho lo mismo, no hubiésemos conocido jamás las tarifas españolas ni las francesas.

Pero, además, no es exacto, porque S. S. conocía las tarifas francesas desde Agosto. (Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¡Qué había de conocer! No estaban votadas.) Señores Diputados, se habían discutido y votado en el Cuerpo legislativo; las había presentado el Gobierno, y ya estaban aprobadas en el Cuerpo legislativo, y no faltaba más que la aprobación del Senado. Se discutieron y aprobaron de todas maneras en Noviembre, y vosotros esperasteis, no al último día, al último minuto, de la existencia del tratado de 1882 para presentar los aranceles.

Que cómo se hace eso, lo que yo indicaba enfrente de vuestra imprevisión y desgracia, pregunta el Señor Presidente del Consejo: cómo se hace por todos los Gobiernos que se encuentran en buenas relaciones; con habilidad por parte del Ministro de Estado y del representante del país en la Nación vecina.

Y voy a la segunda parte. Yo no he hecho cargos al Gobierno de S. M., ni he pedido que se vaya sólo por su imprevisión, aunque sea bastante la imprevisión para que un Gobierno se vaya; pero es que este Gobierno, no sólo es imprevisor, sino que además deja después en el arroyo, en los conflictos que por su imprevisión se crean, el principio de autoridad.

Los conflictos que se suceden en este Gobierno, casi con la regularidad de los días, son tantos, que ya no hace caso de ellos; parece que es la vida normal de ese Gobierno; y se suceden de tal manera, que parecen los segundos consecuencia de los primeros; en todos ellos se ven, respecto al Gobierno, los mismos peligrosos defectos: imprevisión para crearlos, descuido y abandono para reprimirlos, y, luego, debilidad, flaqueza y hasta cobardía para resolverlos. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Por ejemplo, como el de Villacampa.) Como el de Villacampa, que pagó con su vida en la prisión. ¿Es cobardía el no derramar sangre? Pues qué, ¿acaso el general Villacampa no pagó su delito en una prisión? ¡No parece sino que se le perdonó y aun se le dio un ascenso! Yo, Presidente del Consejo entonces, no me arrepiento de aquel acto; por el contrario, es del que más me vanaglorio, porque entiendo que es un acto que ha tenido las mejores consecuencias para algo que vale más que S. S. y que yo. (Aplausos.) ¡No parece sino que todo está remediado con el derramamiento de sangre! Claro está que el derramamiento de sangre hay que llevarlo a cabo cuando la necesidad lo impone y las circunstancias lo exigen; pero, de cualquier modo, hay que economizarlo mucho, porque la sangre suele producir fatales consecuencias; y además, el rigor de las leyes se puede a veces cumplir con toda severidad sin derramamiento de sangre.

También de los telegrafistas ha hablado S. S. Todavía no se ha resuelto este punto y es necesario resolverlo; porque aquí hay un muerto: o el Sr. Elduayen o el Gobierno. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¡Quiá! Pues ahora se lo voy a demostrar a S. S. De todos es sabido que el Sr. Elduayen tenía propósitos de marcharse. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¡Quiá! - Varios Sres. Diputados: ¿Cómo que no?) Aquí lo ha dicho S. S. El Sr. Elduayen tenía el propósito de marcharse (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Eso sí; le había entendido mal a S. S.); pero todos sabemos que antes de realizar ese propósito, ocurrió el conflicto más grave que puede presentarse a ningún Gobierno. Aquel Sr. Ministro de la Gobernación se encontró enfrente de un grave conflicto, de uno de los conflictos más perturbadores. ¿Es que el Sr. Elduayen, ante ese conflicto, se marchó porque quiso, sin que ningún acto de gobierno le obligara a ello? (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Sí.) Pues entonces, resulta que el Sr. Elduayen se ha declarado a sí mismo incapacitado para ser Ministro de la Gobernación, porque yo no encargaría jamás de una misión tan importante, a quien de esa manera retrocediera ante un conflicto.

El Sr. Elduayen, pues, ha muerto como hombre de gobierno. ¿Es que se ha marchado por consideraciones de gobierno que le han obligado a presentar la dimisión? ¿Es que él tenía proyectos y resoluciones enérgicas para hacer frente al conflicto y se veía contrariado por sus compañeros de Gobierno? Pues entonces habéis puesto a los pies de los telegrafistas al Ministro de la Gobernación y, por consiguiente, o está muerto el Sr. Elduayen, o está muerto el Gobierno.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros quiere comparar el hecho de la huelga de los telegrafistas con la sublevación ocurrida en un cuartel, y quiere compararlo para hacernos cargo de imprevisión. ¿En qué está la semejanza, Sr. Presidente del Consejo? ¿Es la autoridad civil la que puede ser responsable de lo que ocurra en un cuartel, o es la autoridad militar la que debe cuidar de los cuarteles? ¿No sabe S. S. que la autoridad civil no puede intervenir en los cuarteles, y que ni aun siquiera puede hacer nada, ni vigilar en los alrededores de los cuarteles sin que la autoridad militar se crea rebajada? ¿No lo sabe S. S.? Pues apréndalo. (Risas.)

Aunque ya S. S. lo ha debido aprender en Barcelona, en el ataque al cuartel del Buen Suceso y en los acontecimientos de Jerez, que fueron un baldón y un grande escándalo, precisamente porque no se pusieron de acuerdo para evitarlo las autoridades civil y militar, dándose el caso de verse una población amenazada por las turbas, mientras las fuerzas del ejército permanecían encerradas en su cuartel.

¡Hablar S. S. de la sublevación en un cuartel como cargos contra otros Gobiernos! ¿Qué tengo yo [7886] que ver con el cuartel? El capitán general de Madrid, que era el general Sr. Pavía, al que se le exigía la subordinación de las tropas, daba constantemente palabra de ello y garantizaba la obediencia más completa de la guarnición que se le sublevó. Después de todo, el hecho no debe parecer tan grave a S. S., aunque otra cosa diga, cuando a ese mismo capitán general de Madrid, que tiene S. S. al frente de las tropas y que le responderá seguramente de su subordinación, piensa el Gobierno de S. M., según de público se dice, elevarle al empleo de capitán de los ejércitos nacionales, confiriéndole el tercer entorchado. (Rumores en la mayoría; aprobación en las minorías.)

Aplaudid ahora, porque si aquella sublevación encierra alguna responsabilidad, a quien se le debe exigir es al guardador del cuartel, al que el Gobierno premia con la Capitanía general de Madrid, al que ahora quiere nombrar capitán general de los ejércitos. ¿Qué tienen, pues, de común unos hechos con otros?

Como son las once de la noche, no quiere continuar; pero cuando S. S. quiera proseguir la comparación, la continuaremos, y yo aseguro a S. S. que no ha de salir de ella bien librado.



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